Por El Zubi
A la hora señalada, aparecerá un pañuelo blanco por el balconcillo del Presidente del festejo. Suenan clarines y timbales, y segundos después un pasodoble taurino inunda de alegría hasta los rincones más recónditos de la plaza. Uno de los empleados del recinto, descorre el enorme cerrojo de la puerta de cuadrillas y hasta su patio penetrará el resplandor dorado del albero y el vocerío del público que, nervioso y ansioso, comienza a aplaudir porque el espectáculo va a comenzar. Dos caballeros montados en bellos corceles, (dicen que “tataranietos culturales” de aquellos ayudantes de los “corregidores” de los siglos XVI y XVII) ataviados de negro a la usanza del siglo XVII, justo a la moda de la época de Felipe IV, cruzan al paso con sus caballos por el centro del ruedo hasta llegar al palco donde se encuentra la Presidencia.
El hecho de que los “alguacilillos” realicen el “despejo” de la plaza, es ahora un arcaísmo ritual, pero hace siglos era una operación obligatoria para limpiar el redondel de espectadores, cuando los espectáculos taurinos se celebraban en las plazas mayores (generalmente cuadradas) de los pueblos y ciudades de España. Realizado el simulacro y tras saludar a la máxima autoridad, volverán al galope circunvalando el ruedo, al hilo de las tablas, a la puerta de cuadrillas. En las corridas de toros cada uno hace el regreso por su parte mientras que en las novilladas regresan juntos en línea recta. En algunas plazas de toros de España, se les permite la licencia de dar algunas carreras al hilo de las tablas para exhibir el vuelo de sus capas con el galope de los caballos. En Madrid se cruzan girando en sentido contrario a las manecillas del reloj.
En la puerta de cuadrillas ya asoman, de oro y plata, los toreros con sus cuadrillas, embutidos todos en sus capotes de paseo, dispuestos a hacer el paseíllo al son del pasodoble, que en pocos segundos se ha hecho el dueño indiscutible del recinto. Por fin los “alguacilillos” se colocan al frente de la comitiva de toreros para volver a cruzar la arena abriendo “el paseíllo”. El “paseíllo”, dicho sea de paso, vale por sí sólo el precio de la entrada que se paga, por su inmensa belleza y porque en esos momentos todo son expectativas: en esto puso máximo cuidado y esplendor Paquiro, cuando a mediados del siglo XIX organizó adecuadamente las diferentes fases de una corrida de toros. Comienza pues el espectáculo. La alegría lo inunda ya todo. Música, colores, olores a perfumes profundos de bellas mujeres y a lujosos habanos. Lo que llaman belleza plástica de la fiesta. En los tendidos multicolores, no cabe un alma y los murmullos y aplausos del público indican que el espectáculo está ya servido.
Una vez terminado el paseíllo, y mientras los toreros estiran el percal de los capotes, simulando unas verónicas de ensueño, los alguaciles dan una media vuelta al ruedo al galope, en direcciones opuestas, para encontrarse ambos bajo la barandilla del Presidente, que desde arriba les tira las llaves de los toriles, donde se encuentran los toros encerrados en sus chiqueros. Uno de los alguaciles se dirige hacia el torilero, que aguarda pacientemente en la puerta del toril y le entrega la llave para que, a la señal del Presidente y al toque de trompeta y timbales, se preste a abrir la puerta para que salga el primer toro de la corrida y comience el espectáculo.
Hasta aquí el relato de lo que actualmente los alguaciles hacen en cualquier plaza de toros. Pero hay una serie de cosas que muchos aficionados desconocen sobre los orígenes y funciones de los “alguacilillos” y que a continuación y de manera resumida vamos a ir desgranando. Era y son los alguaciles empleados de la autoridad administrativa, teniendo funciones de subalternos, funciones siempre ejecutivas. Esta circunstancia les ha acarreado una legendaria mala fama, y con frecuencia han sido el blanco de sátiras y burlas de los públicos en todos los tiempos.
En todo caso las funciones de los alguaciles están perfectamente especificadas en la “Ley y Reglamento de Espectáculos Taurinos”. El despeje que acabamos de describir de manera narrativa está recogido en el artículo 69.5 de la citada Ley, mientras que en el artículo 82.2 se reseña que será el alguacil quien entregue al matador las orejas del toro concedidas por el Presidente, como premio a una buena actuación. Y dice la Ley además, que esas orejas han de ser cortadas al animal en presencia de un alguacil.
Hay que decir también que la llave que el alguacil recibe de manos del Presidente del festejo y lo que le llaman “correr la llave”, es un simulacro. Incluso la misma llave es simulada. Durante la corrida y desde las tablas de la barrera, reciben y comunican las órdenes del Presidente a los lidiadores. Conservan por tanto aun en las plazas de toros, su carácter de agentes ejecutivos de la autoridad que preside este espectáculo de masas. En Madrid se permiten incluso la licencia de reprender a los toreros que cometan alguna incorrección durante su faena de muleta, como engancharse a los lomos del toro con el brazo izquierdo para prolongar un pase en redondo. Cuando eso ocurre, el alguacil golpea con la fusta las tablas de la barrera y le llama la atención al torero.
En Córdoba por ejemplo, siempre han actuado como alguacilillos los miembros de la Policía Local de la ciudad, cuyo Cuerpo de Caballería es de los mas antiguos de España. También se ha dicho siempre que “los alguacilillos” de la Plaza de Toros de Córdoba son los mejor vestidos y los más elegantes de España. Este es un hecho cierto y fácilmente comprobable. Sólo hay que acudir algún día de festejo al coso de los Califas.
En realidad la intervención de los alguaciles en la Fiesta es consecuencia inmediata de la presencia de la autoridad en la plaza y eran pues, sus agentes para ejecutar las órdenes de la autoridad. Cuenta José Mª de Cossío, que hubo en Madrid un alguacil, que fue además torero a caballo y de mucho valor. Al parecer se llamaba Pedro Vergel, que fue muy elogiado por Luis de Góngora, y a quien incluso Lope de Vega dedicó su comedia “El mejor mozo de España”. Parece ser que la existencia de este alguacil-torero fue cierta y está confirmada por un documento encontrado en el Archivo Municipal de Madrid, en el que se suplica “que le den a Pedro Vergel el valor de dos toros por su intervención en la fiesta de San Juan de 1622, según costumbre y ayuda de costas por un caballo que le mató un toro”.
Han pasado a la historia algunos otros alguaciles por algún hecho notable realizado. Este es el caso del toledano Pedro Tacones, que era cojo, a quien según las crónicas un toro enmaromado zamarreó en la plaza de Zocodover en Toledo, donde antaño se celebraban los festejos taurinos, hasta que la Ilustración concibió arquitectónicamente las Plazas de Toros como edificio para una función concreta y específica.
En el siglo XIX, por decreto de 23 de abril de 1821, se les suprime a los alguaciles toda clase de regalías por asistir a las fiestas taurinas, y se ordena que concurran como empleados públicos sin recibir nada. Alguna vez los alguaciles han sido sustituidos por agentes de policía, pocas por suerte, pues daba muy mala sensación que un Policía con la pistola al cinto se dirigiera a un torero para transmitirle una orden. Lo cierto es que la presencia de “los alguacilillos” en la Fiesta es algo consustancial ya a sí misma, una tradición tan antigua como las corridas de toros. Con sus lujosas vestimentas de época, sus plumeros en los vuelos del sombrero, dan una impronta de romanticismo y autenticidad a este antiguo, mágico y bello espectáculo, que si Dios quiere y los políticos que nos gobiernan lo permiten, existirá siempre en este país de la piel de toro.
El hecho de que los “alguacilillos” realicen el “despejo” de la plaza, es ahora un arcaísmo ritual, pero hace siglos era una operación obligatoria para limpiar el redondel de espectadores, cuando los espectáculos taurinos se celebraban en las plazas mayores (generalmente cuadradas) de los pueblos y ciudades de España. Realizado el simulacro y tras saludar a la máxima autoridad, volverán al galope circunvalando el ruedo, al hilo de las tablas, a la puerta de cuadrillas. En las corridas de toros cada uno hace el regreso por su parte mientras que en las novilladas regresan juntos en línea recta. En algunas plazas de toros de España, se les permite la licencia de dar algunas carreras al hilo de las tablas para exhibir el vuelo de sus capas con el galope de los caballos. En Madrid se cruzan girando en sentido contrario a las manecillas del reloj.
En la puerta de cuadrillas ya asoman, de oro y plata, los toreros con sus cuadrillas, embutidos todos en sus capotes de paseo, dispuestos a hacer el paseíllo al son del pasodoble, que en pocos segundos se ha hecho el dueño indiscutible del recinto. Por fin los “alguacilillos” se colocan al frente de la comitiva de toreros para volver a cruzar la arena abriendo “el paseíllo”. El “paseíllo”, dicho sea de paso, vale por sí sólo el precio de la entrada que se paga, por su inmensa belleza y porque en esos momentos todo son expectativas: en esto puso máximo cuidado y esplendor Paquiro, cuando a mediados del siglo XIX organizó adecuadamente las diferentes fases de una corrida de toros. Comienza pues el espectáculo. La alegría lo inunda ya todo. Música, colores, olores a perfumes profundos de bellas mujeres y a lujosos habanos. Lo que llaman belleza plástica de la fiesta. En los tendidos multicolores, no cabe un alma y los murmullos y aplausos del público indican que el espectáculo está ya servido.
Una vez terminado el paseíllo, y mientras los toreros estiran el percal de los capotes, simulando unas verónicas de ensueño, los alguaciles dan una media vuelta al ruedo al galope, en direcciones opuestas, para encontrarse ambos bajo la barandilla del Presidente, que desde arriba les tira las llaves de los toriles, donde se encuentran los toros encerrados en sus chiqueros. Uno de los alguaciles se dirige hacia el torilero, que aguarda pacientemente en la puerta del toril y le entrega la llave para que, a la señal del Presidente y al toque de trompeta y timbales, se preste a abrir la puerta para que salga el primer toro de la corrida y comience el espectáculo.
Hasta aquí el relato de lo que actualmente los alguaciles hacen en cualquier plaza de toros. Pero hay una serie de cosas que muchos aficionados desconocen sobre los orígenes y funciones de los “alguacilillos” y que a continuación y de manera resumida vamos a ir desgranando. Era y son los alguaciles empleados de la autoridad administrativa, teniendo funciones de subalternos, funciones siempre ejecutivas. Esta circunstancia les ha acarreado una legendaria mala fama, y con frecuencia han sido el blanco de sátiras y burlas de los públicos en todos los tiempos.
En todo caso las funciones de los alguaciles están perfectamente especificadas en la “Ley y Reglamento de Espectáculos Taurinos”. El despeje que acabamos de describir de manera narrativa está recogido en el artículo 69.5 de la citada Ley, mientras que en el artículo 82.2 se reseña que será el alguacil quien entregue al matador las orejas del toro concedidas por el Presidente, como premio a una buena actuación. Y dice la Ley además, que esas orejas han de ser cortadas al animal en presencia de un alguacil.
Hay que decir también que la llave que el alguacil recibe de manos del Presidente del festejo y lo que le llaman “correr la llave”, es un simulacro. Incluso la misma llave es simulada. Durante la corrida y desde las tablas de la barrera, reciben y comunican las órdenes del Presidente a los lidiadores. Conservan por tanto aun en las plazas de toros, su carácter de agentes ejecutivos de la autoridad que preside este espectáculo de masas. En Madrid se permiten incluso la licencia de reprender a los toreros que cometan alguna incorrección durante su faena de muleta, como engancharse a los lomos del toro con el brazo izquierdo para prolongar un pase en redondo. Cuando eso ocurre, el alguacil golpea con la fusta las tablas de la barrera y le llama la atención al torero.
En Córdoba por ejemplo, siempre han actuado como alguacilillos los miembros de la Policía Local de la ciudad, cuyo Cuerpo de Caballería es de los mas antiguos de España. También se ha dicho siempre que “los alguacilillos” de la Plaza de Toros de Córdoba son los mejor vestidos y los más elegantes de España. Este es un hecho cierto y fácilmente comprobable. Sólo hay que acudir algún día de festejo al coso de los Califas.
En realidad la intervención de los alguaciles en la Fiesta es consecuencia inmediata de la presencia de la autoridad en la plaza y eran pues, sus agentes para ejecutar las órdenes de la autoridad. Cuenta José Mª de Cossío, que hubo en Madrid un alguacil, que fue además torero a caballo y de mucho valor. Al parecer se llamaba Pedro Vergel, que fue muy elogiado por Luis de Góngora, y a quien incluso Lope de Vega dedicó su comedia “El mejor mozo de España”. Parece ser que la existencia de este alguacil-torero fue cierta y está confirmada por un documento encontrado en el Archivo Municipal de Madrid, en el que se suplica “que le den a Pedro Vergel el valor de dos toros por su intervención en la fiesta de San Juan de 1622, según costumbre y ayuda de costas por un caballo que le mató un toro”.
Han pasado a la historia algunos otros alguaciles por algún hecho notable realizado. Este es el caso del toledano Pedro Tacones, que era cojo, a quien según las crónicas un toro enmaromado zamarreó en la plaza de Zocodover en Toledo, donde antaño se celebraban los festejos taurinos, hasta que la Ilustración concibió arquitectónicamente las Plazas de Toros como edificio para una función concreta y específica.
En el siglo XIX, por decreto de 23 de abril de 1821, se les suprime a los alguaciles toda clase de regalías por asistir a las fiestas taurinas, y se ordena que concurran como empleados públicos sin recibir nada. Alguna vez los alguaciles han sido sustituidos por agentes de policía, pocas por suerte, pues daba muy mala sensación que un Policía con la pistola al cinto se dirigiera a un torero para transmitirle una orden. Lo cierto es que la presencia de “los alguacilillos” en la Fiesta es algo consustancial ya a sí misma, una tradición tan antigua como las corridas de toros. Con sus lujosas vestimentas de época, sus plumeros en los vuelos del sombrero, dan una impronta de romanticismo y autenticidad a este antiguo, mágico y bello espectáculo, que si Dios quiere y los políticos que nos gobiernan lo permiten, existirá siempre en este país de la piel de toro.
Muy bien, Zubi, este trabajo perfectamente delimitado en dos partes: la primera una bonita descripción de gran valor literario; la segunda, como siempre un interesante documento o texto ilustrativo, como todos los tguyos.
ResponderEliminarGracias amigo que me lees. Los siguientes cuatro dias los voy a dedicar a documentar al tendido del por qué de casa cosa en la fiesta: el peto, el orden de la lidia, el vestidode torear, el corte de las orejas. Lo hago para sentar las bases didácticas para aquellos que quieran entender como ha sido esto desde mediados del XIX. Gracias por seguir leyendome y un abrazo.
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