Por El ZubiEl mencionado José Luis Entrala llega a la conclusión de que, aparte del precario estado de la cirugía en 1934, Atarfeño se debió encontrar con todo esto para poder salvarse: 1) Una enfermería mejor dotada, sin que faltaran suero y jeringuillas. 2) Un cirujano verdadero especialista, aunque la actuación del doctor Fernández Cambil fue de lo mejor que podía hacerse en aquel momento. 3) Los medios y las personas más adecuadas para hacerle una inmediata transfusión de sangre, ya que en aquella época no existía la sangre envasada, que hoy es obligatoria.
El tristemente célebre Estrellito fue matado por el sevillano Epifanio Bulnes, que actuaba de sobresaliente. Necesitó de cinco pinchazos, media estocada y dos descabellos para acabar con el novillo, que fue pitado en el arrastre. Bulnes también lidió al tercero, de Garrido, que contra lo que auguraba Atarfeño fue bravo y noble y aunque Epifanio no era ajeno al drama que se vivía en la enfermería, aún tuvo entereza de ánimo para matar al cuarto, de Moreno Santamaría, en el que dio la vuelta al ruedo. Cuando sale el quinto, de Garrido, la noticia de la extrema gravedad de Atarfeño corre de boca en boca y llena de consternación los tendidos. El astado, manso, es condenado a banderillas de fuego y justo cuando El Cabezas coloca un par, Miguel Morilla expiró en la enfermería. El presidente, Emilio Montalvo, decide la suspensión de la corrida. La tragedia se ha consumado. Al tiempo que los cabestros retiran del ruedo al toro, Bulnes y todos los componentes de la cuadrilla, rompen a llorar desconsoladamente camino de la enfermería. Ponce, Parrita, Payán, Mulillas, Gabriel Moreno, los hermanos Chavito… no aciertan a creer que Miguel, tan lleno de ilusión y vida una hora antes, sea el hombre que yace allí inerte, terriblemente pálido y con la angustia de la desesperación grabada en sus ojos. Los terribles momentos que siguieron a la muerte del espada quedan fielmente reflejados en una breve semblanza publicada en IDEAL: “Ha llegado la noticia de la muerte del diestro a la plaza. Ha sido un mozo de espadas quien la ha traído. Ha salido pálido y tembloroso. En el movimiento de sus labios, más que en las palabras, que no llegaron a salir de su boca, adivinamos toda la tragedia: ha muerto ‘Atarfeño’. Rápida, como estampido de rayo, ha volado de tendido en tendido la maldita noticia. Todo el público se ha puesto en pie; todos los lidiadores se han descubierto y la lidia se ha dado por terminada. Hemos penetrado en la enfermería. En una de las camas está Miguel Morilla. Está pálido, con una palidez muy oscura por la intensa hemorragia. Un pañuelo pretende inútilmente mantener cerrados los labios finos del gladiador”. “Me he separado del lecho. En mi rincón está, sucio de sangre y lágrimas, el traje del torero. Casi no puedo escribir y las notas se amontonan en el ‘block’ y no dicen nada pretendiendo decirlo todo. Allí, frente a lo que hace unas horas era el traje más vistoso de todos los luchadores, he comprendido toda la barbarie de la fiesta. El ídolo popular ha muerto. Ahora le toca el turno al romance, a la leyenda, a la copla… “ La capilla ardiente fue instalada en la misma enfermería, donde el cadáver de Atarfeño fue velado por sus amigos y por infinidad de aficionados de Granada y Atarfe.
Luisa Jiménez, la esposa de Atarfeño, mujer bellísima, residía con el torero en Madrid, donde se encontraba el día de la corrida. Supo de la cogida de Miguel el mismo domingo a través del apoderado del torero, Justo Amorós, con el que viajó esa misma noche en tren hacia Granada. Un largo viaje y una noche de pesadilla en la que Justo Amorós tuvo tiempo de ir preparando a Luisa -ignorante aún del triste final de Miguel- para lo peor. Ambos llegaron a Granada a las nueve de la mañana y minutos después Luisa se abrazaba al cadáver del torero presa de un ataque de nervios. Ni Luisa ni ninguna mujer -no era costumbre en aquella época- asistieron por la tarde al entierro. La llevaron directamente al Casino de Labradores de Atarfe, donde estuvo recluida en una de sus salones de la segunda planta. En Granada la salida del cadáver constituyó una impresionante manifestación de duelo, que se repetiría después cuando a las siete de la tarde, con todo el pueblo de Atarfe en la calle, el féretro con los restos del infortunado Miguel era conducido hasta el cementerio de su localidad natal. Escenas de dolor se sucedieron a lo largo de todo el día, pero ninguna tan desgarradora como la que Luisa Jiménez protagonizó al salir al balcón del Casino y gritar desesperadamente mientras veía alejarse el cortejo fúnebre. Concepción Espinar Pinteño, la madre de Miguel, no pudo gritar su dolor porque, enferma de cáncer y postrada en cama, los familiares le ocultaron la noticia. El sábado, un día antes de la corrida, Miguel estuvo en casa de su madre y doña Concepción le dijo al torero: - “Miguel, el dinero que ganes con esta corrida servirá para mi entierro; a lo mejor cuando vuelvas mañana me encuentras de cuerpo presente, pero no dejes de venir por si puedo abrazarte por última vez”. Miguel, que tenía estipulado esa fatídica tarde un fijo de 6.500 pesetas, más un 5% de los ingresos brutos de taquilla -sus representantes cobraron algo menos de 10.000 pesetas- volvió a Atarfe, pero no pudo abrazar a su madre. Las palabras premonitorias de doña Concepción se habían cumplido, pero con los papeles cambiados. Relata José Luis Entrala lo que José, el hermano de Atarfeño, le contó muchos años después: - “Mi madre no se enteró. Estaba muy enferma y no se lo dijeron. Pero como las campanas doblaban mucho, de hora en hora, mi madre le preguntó a mi mujer”. - “¿Quien se ha muerto que tanto doblan?” - “Un señor de Granada”. - “Pues así será el señor ese, que hay que ver de que manera doblan todo el día”. - “A. la mañana siguiente -sigue recordando José- le dijo mi madre a mi mujer”: - Hay que ver el sueño que he tenido esta noche, que estaba yo en el balcón y he visto pasar un entierro muy grande, muy grande y la gente no hacía mas que mirarme”.
Tanto se le quería a este torero en Granada, que unos meses después de la tragedia se dio una función taurina a beneficio de la viuda y su hijo Miguelillo, que contaba año y medio. Se recaudaron 30.000 pesetas y con su importe se le compró una casa para la viuda y el huérfano poniendo la casa a nombre del niño.
Pero he aquí que al cabo de un año, cuando los granadinos casi se habían olvidado de la tragedia, saltó la sorpresa en los periódicos: María Luisa Jiménez, viuda de “Atarfeño”, se había hecho torera y se anunciaba su presentación en el mismo ruedo donde un año antes había encontrado la muerte su marido. La novillada estaba anunciada para el 4 de octubre de 1935 y con el nombre de Luisita Jiménez “La Atarfeña”, aunque ella era de Guadix. Alternaba en el cartel con Alfonso Ordoñez “Niño de la Palma II” de Ronda y Enrique Millet “Trinitario II” de Málaga. “La Atarfeña” no vistió de luces aquel día sino con un traje de corto, con un pantalón negro ceñido y una chaquetilla blanca de piqué blanco. “Atarfeña” era morena, delgada, muy guapa, con unos ojos negros rasgados que llamaban la atención, por lo que le pusieron el sobrenombre de “La Pasionaria del Albaicín”. Su carrera taurina fue breve y con escaso éxito. Ella misma declaró que sólo quería torear para que sonara y no se olvidara el nombre de su esposo muerto “Atarfeño”: “Quiero mantener el fuego sagrado de su gloria” dijo la torera. Luisa Jiménez se hizo torera exclusivamente por amor a su marido muerto un año antes de una cornada. “La Atarfeña” cosechó en aquella corrida un ruidoso fracaso, ya que no pudo terminar con el toro y fue sacada del ruedo en brazos de su cuadrilla compuesta exclusivamente por hombres, porque se mareó al parecer de miedo, según contaron los revisteros de la época. “La Atarfeña” resistió poco más de un año en activo. Su última actuación tuvo lugar el 3 de mayo de 1936 en Guadix, su ciudad natal. Cosas de la vida, locuras de amor, ni más ni menos.
El domingo 5 de septiembre de 1976 el pueblo de Atarfe erigió un monolito de piedra de Sierra Elvira al torero local “Atarfeño”. Según recogía IDEAL en esos días, el monumento, un monolito de dura roca de Sierra Elvira de color gris y de más de dos metros de altura está asentado sobre una pequeña escalinata de tres peldaños también de esta piedra. En la parte superior lleva grabado un capote de paseo y la siguiente inscripción: “Atarfe, a su torero Miguel Morilla “Atarfeño” 1909-1934.