Manuel Rodríguez, matador; Carmen Poyato, ganadera. Dos piezas de una sociedad, afectiva y mercantil, que han entregado su vida al mundo de la muleta y el capote
(Publicado en ABC Córdoba por Aristóteles Moreno)
Carmen Poyato ha sido una rara avis. Mujer y ganadera de reses bravas son dos ingredientes que no suelen combinar en la misma ensalada de un mundo, el de los toros, dominado secularmente por el hombre. Pero aquí está. Algunos años después de haber reconducido su negocio hacia las vacas de carne y rodeada de un universo taurino que baña cada rincón de su finca La Cigarra, cerca de las Cuevas Bajas. A su lado, cómo no, su marido, Manuel Rodríguez, matador de toros en los años en que ser torero era otra cosa.
―¿Qué hace una mujer como usted en un negocio como éste?
―Mire usted: yo he tenido a Manuel siempre a mi lado. Y él hacía y deshacía porque entendía mucho de esto.
―¿Se ha sentido fuera de tiesto?
―No. Siempre me han tratado bien.
En efecto, fue Manuel Rodríguez quien la sumergió en el océano taurino, porque Carmen Poyato (Zuheros, 1955) se crió en una familia sin vínculo alguno con la fiesta. Su padre fue emigrante en Alemania y nunca tuvo tradición ganadera ni particular afición por el albero. Hasta que un día apareció por su casa un joven llamado Manuel Benítez «El Cordobés» y su compadre de muletazos, Manuel Rodríguez. Su vida, desde ese instante, se cifró en pases de pecho y manoletinas. «Me aficioné a los toros con él», admite. «Hemos viajado mucho. A México, a Venezuela, a Francia. La primera vez que salí fuera de España fue a México, para ver a Manuel Díaz. Y hemos estado en muchos festivales. Tengo recuerdos muy bonitos».
La conversión en empresarios ganaderos vino de forma natural. Manuel Rodríguez se retiró pronto, acuciado por las cornás y un físico cada vez más disminuido, lo que lo obligó a cortarse la coleta y a abrirse camino en el mundo de los negocios. «Los toreros aspiran a tener su ganadería, su finquita, su Mercedes», sostiene Carmen Poyato, sentada a la izquierda de Manuel Rodríguez, que la escucha pacientemente. «Le vinieron las cosas bien, compró su finca y echó su puntita de ganado, que adquirió a Fermín Bohórquez. La tuvimos entre 1990 y el año 2000 y mi trabajo era llevar la documentación de la ganadería. Esto necesita más papeles que el nacimiento de un niño», sentencia.
El nombre de Carmen Poyato y su ganadería aparece estampado en un buen puñado de carteles de toros, algunos de los cuales conserva encuadrados en una sala de inequívoco sabor taurino. En un inicio, compraron 40 vacas y llegaron a tener 300 reses bravas. Toros criados en La Cigarra han ido a parar a Benidorm, Santander o Nueva Carteya, la mayor parte de ellos para corridas con caballos y novilladas. Manuel Benítez estuvo a punto de reaparecer con reses de su ganadería en la plaza de Córdoba, pero se echó atrás a última hora y prefirió hacerlo a puerta cerrada precisamente aquí, en La Cigarra. «Cuando mató a dos o tres toros los dejó», rememora Carmen Poyato. «Entonces me dijo: “¿Pero tú que le echas de comer a estos animales?”. Y ya no quiso seguir».
―¿Qué le han dado a usted los toros?
―Mucha sabiduría y satisfacciones. Ves el toro en el campo y te das cuenta de que es un animal que, sabiéndolo comprender, es muy bonito. Y es muy fiero pero tiene mucha bondad.
―¿Qué faena le ha hecho la vida?
―La faena más bonita que me ha dado Dios en la vida ha sido conocer a mi marido.
―¿Y quién se merece un par de banderillas?
―A cada uno que Dios le dé su merecido.
―Dígame un torero con mayúsculas.
―Manuel Benítez, mi compadre. No ha habido un torero como él.
―¿Y en activo?
―José Tomás.
―¿Qué tiene José Tomás que no tengan los demás?
―Que es muy de verdad.
―Si le digo Finito, ¿qué me dice?
―Buen torero, pero se conforma con muy poco. Lo ha tenido todo y le ha faltado ambición.
―¿Más cornás da el hambre?
―Más cornás te da la vida.
―¿Ha visto a toros llorar?
―Sí. Y siento mucha pena. Pero los crías para eso. Para que disfruten y matarlos.
―¿Qué le conmueve?
―Muchas cosas. Quisiera que todo el mundo fuera feliz.
―¿Hacia dónde camina el mundo?
―No sé dónde vamos a llegar. No hay humanidad. Cada uno va a lo suyo.
Desde la finca de La Cigarra, que compró a El Cordobés, se divisa la silueta imponente del Castillo de Almodóvar. La estampa de la Vega se revela grandiosa desde esta casa andaluza atestada de recuerdos taurinos. En la finca apenas tienen una treintena de vacas, que conservan para no perder el vínculo con la tierra y el trabajo del campo. Muchos toreros de talla han pisado esta hacienda en incontables fiestas y capeas, y de sus paredes cuelgan carteles de corridas, innumerables fotografías, insignias nacionales y cuernos, muchos cuernos.
Manuel Rodríguez es un torero de raza. «Un matador de toros se muere torero», repite incansable. Su biografía es el vivo retrato de un tiempo extinguido. Empezó con 14 años, cuando el fervor taurino lo empujaba cada noche, bajo la luz de la luna, a pegarle tres pases mal dados a las vacas bravas de algunas fincas ajenas. «Iba con mi compadre Benítez. Le pegábamos cuatro mantazos al animal y parecía que habíamos estado toreando en Las Ventas», relata fogoso. «Luego nos fuimos a la mili Benítez y yo, conocimos a don Rafael Sánchez “Pipo”, y empezamos a torear sin picadores en muchos pueblos: Lora, Andújar, Palma del Río, Écija, El Viso y en Córdoba, en la Plaza de los Tejares».
―Toreaba para huir de la miseria.
―Nunca se torea para comer. La ilusión de los toreros ha sido ese celo profesional: yo tengo que tener un Mercedes como ese tío. Y una finca. Y una ganadería. Pasábamos hambre. Pero te arreglabas con un bocadillo. Eso es lo de menos. La ilusión es superarte.
Manuel Rodríguez se superó hasta donde las cornás lo dejaron. La última vez que se vistió de torero fue en Sarria (Lugo), compartiendo cartel con El Cordobés y Palomo Linares. «Recibí una corná tremenda. Le debo la vida a mi compadre, que llevaba una ambulancia y tiene el mismo grupo sanguíneo que yo. Me rompió la femoral y me dieron tres shocks. Me veía muerto. Una muerte riquísima. Muy dulce. Las cosas del destino. Yo en el toreo pinté poco, la verdad. Me arrollaban los toros. Tengo 16 cornás, siete graves. Entonces, mi compadre me dijo: “Esto se ha acabado. No torees más”. Me retiré, me recuperé y hasta hoy lo único que he hecho ha sido trabajar».
Carmen Poyato es una mujer de pocas palabras. Quizás la intimide la grabadora y las maniobras acrobáticas del fotógrafo para captar la mejor diagonal. Casi prefiere escuchar a su marido, Manuel Rodríguez, matador de toros hasta la muerte, cuyas peripecias taurinas atiende sin pestañear. «La suya es una vida muy bonita. Muy intensa», dice. «Y yo siempre le digo: "Manolo, cuéntame cosas"».
―¿Qué hace una mujer como usted en un negocio como éste?
―Mire usted: yo he tenido a Manuel siempre a mi lado. Y él hacía y deshacía porque entendía mucho de esto.
―¿Se ha sentido fuera de tiesto?
―No. Siempre me han tratado bien.
En efecto, fue Manuel Rodríguez quien la sumergió en el océano taurino, porque Carmen Poyato (Zuheros, 1955) se crió en una familia sin vínculo alguno con la fiesta. Su padre fue emigrante en Alemania y nunca tuvo tradición ganadera ni particular afición por el albero. Hasta que un día apareció por su casa un joven llamado Manuel Benítez «El Cordobés» y su compadre de muletazos, Manuel Rodríguez. Su vida, desde ese instante, se cifró en pases de pecho y manoletinas. «Me aficioné a los toros con él», admite. «Hemos viajado mucho. A México, a Venezuela, a Francia. La primera vez que salí fuera de España fue a México, para ver a Manuel Díaz. Y hemos estado en muchos festivales. Tengo recuerdos muy bonitos».
La conversión en empresarios ganaderos vino de forma natural. Manuel Rodríguez se retiró pronto, acuciado por las cornás y un físico cada vez más disminuido, lo que lo obligó a cortarse la coleta y a abrirse camino en el mundo de los negocios. «Los toreros aspiran a tener su ganadería, su finquita, su Mercedes», sostiene Carmen Poyato, sentada a la izquierda de Manuel Rodríguez, que la escucha pacientemente. «Le vinieron las cosas bien, compró su finca y echó su puntita de ganado, que adquirió a Fermín Bohórquez. La tuvimos entre 1990 y el año 2000 y mi trabajo era llevar la documentación de la ganadería. Esto necesita más papeles que el nacimiento de un niño», sentencia.
El nombre de Carmen Poyato y su ganadería aparece estampado en un buen puñado de carteles de toros, algunos de los cuales conserva encuadrados en una sala de inequívoco sabor taurino. En un inicio, compraron 40 vacas y llegaron a tener 300 reses bravas. Toros criados en La Cigarra han ido a parar a Benidorm, Santander o Nueva Carteya, la mayor parte de ellos para corridas con caballos y novilladas. Manuel Benítez estuvo a punto de reaparecer con reses de su ganadería en la plaza de Córdoba, pero se echó atrás a última hora y prefirió hacerlo a puerta cerrada precisamente aquí, en La Cigarra. «Cuando mató a dos o tres toros los dejó», rememora Carmen Poyato. «Entonces me dijo: “¿Pero tú que le echas de comer a estos animales?”. Y ya no quiso seguir».
―¿Qué le han dado a usted los toros?
―Mucha sabiduría y satisfacciones. Ves el toro en el campo y te das cuenta de que es un animal que, sabiéndolo comprender, es muy bonito. Y es muy fiero pero tiene mucha bondad.
―¿Qué faena le ha hecho la vida?
―La faena más bonita que me ha dado Dios en la vida ha sido conocer a mi marido.
―¿Y quién se merece un par de banderillas?
―A cada uno que Dios le dé su merecido.
―Dígame un torero con mayúsculas.
―Manuel Benítez, mi compadre. No ha habido un torero como él.
―¿Y en activo?
―José Tomás.
―¿Qué tiene José Tomás que no tengan los demás?
―Que es muy de verdad.
―Si le digo Finito, ¿qué me dice?
―Buen torero, pero se conforma con muy poco. Lo ha tenido todo y le ha faltado ambición.
―¿Más cornás da el hambre?
―Más cornás te da la vida.
―¿Ha visto a toros llorar?
―Sí. Y siento mucha pena. Pero los crías para eso. Para que disfruten y matarlos.
―¿Qué le conmueve?
―Muchas cosas. Quisiera que todo el mundo fuera feliz.
―¿Hacia dónde camina el mundo?
―No sé dónde vamos a llegar. No hay humanidad. Cada uno va a lo suyo.
Desde la finca de La Cigarra, que compró a El Cordobés, se divisa la silueta imponente del Castillo de Almodóvar. La estampa de la Vega se revela grandiosa desde esta casa andaluza atestada de recuerdos taurinos. En la finca apenas tienen una treintena de vacas, que conservan para no perder el vínculo con la tierra y el trabajo del campo. Muchos toreros de talla han pisado esta hacienda en incontables fiestas y capeas, y de sus paredes cuelgan carteles de corridas, innumerables fotografías, insignias nacionales y cuernos, muchos cuernos.
Manuel Rodríguez es un torero de raza. «Un matador de toros se muere torero», repite incansable. Su biografía es el vivo retrato de un tiempo extinguido. Empezó con 14 años, cuando el fervor taurino lo empujaba cada noche, bajo la luz de la luna, a pegarle tres pases mal dados a las vacas bravas de algunas fincas ajenas. «Iba con mi compadre Benítez. Le pegábamos cuatro mantazos al animal y parecía que habíamos estado toreando en Las Ventas», relata fogoso. «Luego nos fuimos a la mili Benítez y yo, conocimos a don Rafael Sánchez “Pipo”, y empezamos a torear sin picadores en muchos pueblos: Lora, Andújar, Palma del Río, Écija, El Viso y en Córdoba, en la Plaza de los Tejares».
―Toreaba para huir de la miseria.
―Nunca se torea para comer. La ilusión de los toreros ha sido ese celo profesional: yo tengo que tener un Mercedes como ese tío. Y una finca. Y una ganadería. Pasábamos hambre. Pero te arreglabas con un bocadillo. Eso es lo de menos. La ilusión es superarte.
Manuel Rodríguez se superó hasta donde las cornás lo dejaron. La última vez que se vistió de torero fue en Sarria (Lugo), compartiendo cartel con El Cordobés y Palomo Linares. «Recibí una corná tremenda. Le debo la vida a mi compadre, que llevaba una ambulancia y tiene el mismo grupo sanguíneo que yo. Me rompió la femoral y me dieron tres shocks. Me veía muerto. Una muerte riquísima. Muy dulce. Las cosas del destino. Yo en el toreo pinté poco, la verdad. Me arrollaban los toros. Tengo 16 cornás, siete graves. Entonces, mi compadre me dijo: “Esto se ha acabado. No torees más”. Me retiré, me recuperé y hasta hoy lo único que he hecho ha sido trabajar».
Carmen Poyato es una mujer de pocas palabras. Quizás la intimide la grabadora y las maniobras acrobáticas del fotógrafo para captar la mejor diagonal. Casi prefiere escuchar a su marido, Manuel Rodríguez, matador de toros hasta la muerte, cuyas peripecias taurinas atiende sin pestañear. «La suya es una vida muy bonita. Muy intensa», dice. «Y yo siempre le digo: "Manolo, cuéntame cosas"».